Cuando, finalizada la Segunda Guerra Mundial -en puridad, la primera, puesto que la luego llamada Primera no pasó de ser una guerra paneuropea, y no la primeroa-, los países vencedores constituyeron la Organización de las Naciones Unidas, supongo que la intención era hacer una versión 2.0 de la Sociedad de Naciones, que había fracasado en evitar la repetición de la contienda anterior (en parte, por el modo francamente mejorable en que se cerró).
En eso, tuvieron éxito. Pero en
poco más. Para empezar, dejaron entrar como miembro permanente del consejo de
seguridad a un régimen tan criminal, asesino y liberticida como el
nacionalsocialismo (si no más), por más que Churchill hubiera dicho que si Hitler
invadiera el infierno, dedicaría al menos unas palabras amables a Satanás en la
cámara de los comunes. Si a esto le añadimos que la Unión Soviética hacía
trampa, el tener tres votos (también eran miembros Bielorrusia y Ucrania,
entonces miembros de la U.R.S.S.), la cosa empezaba a pintar mal.
Pero admitamos barco como animal
acuático. Ocho décadas después de su fundación, se mantiene el derecho a veto
de cinco países. Además de ser algo anacrónico y nada democrático, no responde
a la realidad, puesto que ni Francia ni el Reino Unido son ya potencias mundiales.
A nivel global han sido superados, por ejemplo, por la India, mientras que a
nivel europeo Alemania pinta bastante más.
Luego está el hecho de la falta
de capacidad ejecutiva real. Si un país (por ejemplo, Israel) no quiere cumplir
las resoluciones de la organización, no las cumple y no pasa nada (en parte,
porque goza de la protección de su tío Samuel). Y no se habrá producido una Tercera
Guerra Mundial, pero las potencias no han dejado de meter los dedos en el ojo
ajeno a través de países intermedios, llámense Corea, Vietnam, Afganistán o,
más recientemente, Ucrania.
Para terminar, se ha producido
una burocratización absoluta de la organización, con las consecuencias
inevitables y deplorables que ello conlleva: ineficiencia y corrupción.
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