Uno de los logros de la revolución francesa fue que, sobre el papel, todos los ciudadanos eran iguales ante la Ley, sin que cupiera discriminarlos por sexo (huy, había escrito género… mal, muy mal, eso no se hace), religión, raza, orientación sexual o, en general, por cualquier cosa.
Lo malo es que, con el andar del tiempo, los progres
se inventaron eso que se ha dado en llamar discriminación positiva,
con el objetivo (teórico) de (perdón por la rebuznancia) favorecer a los
más desfavorecidos. Parecen no darse cuenta -de hecho, acabo de verbalizarlo
según me disponía a escribirlo, aunque la idea probablemente estaba ahí desde
hace mucho- que favorecer a unos significa desfavorecer a otros. Es decir, que
una discriminación siempre será una discriminación, y si favorece a un grupo
perjudica a los demás (por eso se llama discriminación… y no, no tiene nada que
ver con su etimología).
La última -de momento- ocurrencia en este
aspecto proviene (¡cómo no!) de la normativa europea, que ha establecido que un
delito machista (sea eso lo que sea… es decir, tengo muy claro lo que
piensan los progres que es, y tengo más claro todavía que estoy en desacuerdo
con ese pensamiento) tendrá más pena si se comete contra una periodista o una representante pública que contra otra mujer.
Dejando aparte que no veo por qué no incluir a médicas, profesoras o señoras de la limpieza (por decir tres casos a la flor del naranjo), me sorprende que no se les haya ocurrido incluir una agravante de la agravante: que la víctima sea, además, transexual.
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