Los partidos políticos, al menos los españoles, son estructuras piramidales: al final, el de arriba manda, y los demás obedecen. Incluso aquellos que nacieron con una sedicente vocación asamblearia (sí, me refiero a los neocom) acabaron deviniendo en lo de siempre. y cuando ha faltado esa figura vertiginosa (de vértice, no de vértigo) -caso del Chepas- o cuando la misma no logra imponerse -caso de la tucán de Fene-, todo deviene en una jaula de grillos en la que cada uno hace la guerra por su cuenta y todos intentan ser quien ocupe la posición de califa.
Pero mientras uno manda, se le nota. Y a pocos
se le nota más que al psicópata de la Moncloa, un autócrata por convicción y
porque sabe que, en cuanto muestre el más mínimo signo de debilidad, le
defenestrarán por segunda vez… y en esta ocasión buscarán asegurarse de que
haya dos sin tres.
Y los que están por debajo de él se comportan
como los esclavos que son, sabedores de que deben su posición al autócrata, y
que en cuanto éste deje de apoyarles, caerán. Les da lo mismo la dignidad del
cargo que ocupen o de la institución a la que representen, se arrastrarán como
gusanos al menor gesto de su amo.
Es lo que pasó hace poco en el Congreso de
los Diputados, cuando el primer ninistro del desgobierno socialcomunista
que tenemos la desgracia de padecer odenó a Paquita Alcanfor, a la sazón
presidente de la cámara y tercera autoridad del Estado, que cortara la
intervención del líder de la oposición (y, conviene no olvidarlo, del grupo
parlamentario más numeroso, es decir, el más votado), vocalizando un que vaya acabando, que la dipsómana pitiusa se apresuró a llevar a efecto.
Tics de autócrata… y de esclava.
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