Vivimos en unos tiempos tan desquiciados que acaba resultando noticioso un suceso que debería considerarse corriente, dentro del orden natural de las cosas.
Tomemos el caso de las personas transexuales,
indudablemente una tragedia cuando alguien siente que su sexo biológico no se
corresponde con el que esa persona siente que es el suyo. Luego están los casos
de esas personas que alegan transexualidad pero que, aparentemente, lo hacen
sólo por las ventajas que trae aparejadas el sexó al cual dicen pertenecer. Es decir,
actualmente en España, personas que todo el mundo consideraría como varones
pero que se proclaman mujeres.
Y si alguien -aunque sea del gremio progre-
hace caso a sus ojos, y llama hombre a alguien que tiene nombre de
varón, pene de varón y barba de varón, se arriesga a que le caiga una demanda
por transfobia o, en el caso de la escritora Lucía Echevarría, por vulneración
de derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen, a la dignidad y a la
igualdad de trato y no discriminación.
Menos mal que la justicia ha considerado que lo que dijo la escritora caía dentro del derecho a la libertad de expresión… y del sentido común, añado yo.
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