No me tengo por una persona que resulte simpática de primeras, sino todo lo contrario. Suelo decir de mí mismo que soy un tío majo una vez me has tratado cinco minutos, pero que tienes que aguantarme esos cinco primeros minutos. Dos ejemplos.
El primero sucedió hace veinte o treinta
años, en una misa funeral. Una de las asistentes, una estadounidense casada con
un español, que llevaba la turra de años en España y que me conocía desde hacía
diez o quince años, me preguntó qué significaba ser un raspa. Intenté explicárselo,
pero como no lograba que lo entendiera, acabé diciendo yo. Y lo captó
enseguida.
El segundo sucedió hace dos semanas. Un amigo,
hablando con una conocida suya, mencionó (sin dar mi nombre) que ella había
coincidido conmigo en un viaje. Cuando ella insistió en saber de quién se
trataba, él contestó uno muy borde… y ella dijo mi nombre enseguida.
Hay, afortunadamente, gente que me aguanta
más de los cinco primeros minutos. Gente a la que le caigo bien, a la que
considero amiga -es una palabra que valoro mucho, y no la atribuyo a la ligera
ni con generosidad- y que, más importante aún, me consideran su amigo. No es
algo que me suceda continuamente, pero sí de tanto en tanto e incluso en etapas
recientes de mi vida.
Es una de las razones por las que estoy muy
agradecido al Altísimo, y lo estaré siempre.
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