Ayer -cuando se publique esta entrada, habrán pasado apenas trece horas- me administraron, por fin, la primera dosis de las dos que he de recibir de la vacuna contra la Covid-19. La elegida fue la de Pfizer; el hospital, el Gregorio Marañón, que me pilla un poco lejos de casa.
Me extrañó un poco, habiendo
algunos puntos de vacunación más cercanos a mi domicilio (el Hospital Enfermera
Isabel Zendal, sin ir más lejos), pero quizá se debiera a que la atención
sanitaria (suponiendo que necesitara tal cosa -toquemos madera-, pues hace más
de un cuarto de siglo que no piso por obligación una consulta médica) no me la
presta la Seguridad Social -es decir, y en mi caso, el Sistema Madrileño de
Salud-, sino la Mutualidad General de Funcionarios Civiles del Estado. De hecho,
en la cola me encontré con una compañera de trabajo (y de camino al hospital con un amigo del colegio, pero esa es otra historia), también de Muface, a la
que el Isabel Zendal o el estadio Wanda le habrían pillado más cerca.
Hay que reconocer que fueron
puntuales (razonablemente). Entré más o menos a la hora a la que estaba citado,
apenas tuve que esperar, me pincharon -el pinchazo me dolió más de lo que
esperaba-, esperé el cuarto de hora preceptivo a ver si manifestaba algún
síntoma y me marché de vuelta a mi casa.
Lo único que lamento de todo esto
es que, en una ínfima parte, cabe que contribuya a que el psicópata de la
Moncloa haya dicho por una vez la verdad -a propósito, ¿alguien ha reparado en
que ya no lleva la cuenta atrás hacia el día cero?- y estemos, en el plazo que
él mismo fijó, vacunados al menos el setenta por ciento de los españoles.
Porque no por ello, pero sí por
mucho más…
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