Si Cataluña estuviera en, pongamos por caso, Francia, casi -ojo al casi, es importante: hace diecisiete años me pareció que las consecuencias de la victoria electoral de Rodríguez resultarían divertidas vistas desde Portugal… y me equivoqué, seguro, aunque no sea portugués, porque no fueron divertidas, creedme- resultaría entretenido contemplar como dos formaciones políticas que pretenden lo mismo se despellejan mutuamente.
Pero Cataluña está en España. De hecho,
Cataluña es (parte de) España. Por lo tanto, todo lo que pase en ella
afecta a España y a los españoles. El que en Cataluña no haya desde hace década
y media un gobierno digno de tal nombre perjudica a los catalanes y, de rebote,
a todos los españoles. Y este continuo sucederse de elecciones regionales, estos
tiras y aflojas para ver quién es el máximo representante del Estado en la
región -porque eso, y no otra cosa, es el presidente del consejo regional de
gobierno-, esos avisos, chantajes y exigencias, lo único que hacen es gripar lo
que antes era considerada como la locomotora económica de España.
Dopada, pero locomotora.
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