Parece que fuera hace una eternidad, y hace tan solo un mes que una docena de clubes propusieran inicialmente la creación de una “Superliga Europea de Fútbol”, una especie de NBA con una serie de participantes clasificados de oficio (miembros natos, por así decirlo) y algunos puestos abiertos a la clasificación.
La competición murió casi antes
de nacer. Nada más empezar, se bajaron del carro los seis clubes ingleses (los
dos de Manchester -City y United-, los dos de Londres -Chelsea y Arsenal-, el
Liverpool y el Tottenham); les siguieron los dos clubes de Milán y el Atlético de Madrid, con lo que sólo quedaron el Real Madrid -promotor de la idea, como
hace casi tres cuartos de siglo lo fuera también de la Copa de Europa-, el
Fútbol Club Barcelona (aunque supeditando su presencia a la aprobación de
los socios) y la Juventus de Turín (que declaró, empleando no la más
afortunada de las expresiones, que existía un pacto de sangre con el
Real Madrid).
No nos engañemos: los promotores
de la competición buscaban dinero. Y no nos engañemos tampoco: los que se oponen a la misma (tanto a nivel interno como supranacional) no lo hacían por
el fair play, la defensa de los clubes modesta o su asco a una
competición elitista. No: lo hacían por el dinero, porque si la Superliga
saldría adelante, ellos perderían el control y, consiguientemente, los
ingresos.
Porque, como dice la canción, el dinero es lo que hace rodar el mundo. A lo que parece, también lo que hace rodar el esférico en el balompié.
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