Cuando por primera vez triunfó una moción de censura en España a nivel nacional, el pretexto que se empleó para presentarla fue que el partido del gobierno había sido condenado por corrupción. Falso -lo cual no quiere decir que no fuera corrupto, sino que no se le condenaba por eso-, pero vamos a admitirlo como cierto a efectos argumentativos.
Lo que ocurre es que ninguno de
los partidos, ni uno solo, de los que apoyaron la moción de censura -y
permitieron que el psicópata de La Moncloa detentara el poder- estaba libre de
esa mancha de la que acusaban al PP.
Empezando por los de la mano y el
capullo, siguiendo por los ierreceos y los pedecatos (recordemos
el famoso tres por ciento), continuando con los terroristas y los neocom
y acabando con los epígonos del orate con boina, todos estaban pringados. Tanto
más cuanto más tiempo han ejercido el poder en sus respectivos ámbitos territoriales:
la máxima de lord Acton se cumple de forma matemática.
Y, descontando el cortijo
andaluz, en ninguna otra región se ha ejercido el poder de forma tan continuada
como en Vascongadas, donde el PNV lo ha permeado prácticamente todo. Por eso,
que recién empezado el año saltara a la palestra un nuevo escándalo,
consistente en la adjudicación de dos millones y medio de euros a un
chiringuito de supuesta gestión del agua plagado de enchufes sólo induce a
pensar una cosa: que no es más que la punta del iceberg.
Iceberg con chapela, por supuesto.
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