Desde
que a finales del siglo XVIII Charles de Secondat, barón de Montesquieu,
formulara la doctrina de la separación de poderes, tal hecho se ha convertido,
en algunos países, en una mera entelequia.
Es
el caso de España, en la que, tras la malhadada Ley Orgánica del Poder Judicial,
éste quedó sometido a la partitocracia que impregna toda la vida política española.
Si hubiera verdadera voluntad, esta situación podría revertirse. Sin embargo,
no la hay: a pesar de sus proclamas, mientras estuvieron en la oposición, de reformar
la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, el hecho es
que cuando el PP ganó las elecciones con mayoría absoluta en 2.011, las cosas
siguieron como estaban… o peor. Y ahora, con la irrupción de neocom por
la izquierda y Vox por la derecha -Ciudadanos ha quedado reducido a la práctica
inanidad parlamentaria-, la elección puede convertirse en una merienda de
negros.
Como
digo, la solución sería fácil. Dos ideas: que los miembros del Tribunal Constitucional,
al modo de los del Tribunal Supremo estadounidense, fueran vitalicios, elegidos
con una mayoría muy cualificada, lo que redundaría en su independencia de
criterio y haría que los partidos políticos se pensaran muy mucho a quién
proponen; y que los miembros del CGPJ fueran elegidos, de entre los propios miembros
de la carrera judicial (jueces y fiscales), por ellos mismos.
Una
cosa más: el haber ocupado un cargo político inhabilitaría, si no permanentemente,
sí por un periodo de tiempo prolongado (digamos cinco o diez años), para ocupar
cualquiera de los puestos citados, u otros de designación política. Como la Fiscalía
General del Estado, o la Dirección del Servicio Jurídico del Estado. Por ejemplo.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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