El
cuarto volumen de la saga de Philip Reeve, Máquinas mortales, es también
el más largo, y el único -exceptuando, naturalmente, el primero- que es
prácticamente un continuará del anterior.
Con
este último libro se ha confirmado mi opinión de que esta saga tiene más
calidad puramente literaria que otras de literatura juvenil surgidas hacia el
cambio de milenio. Los personajes evolucionan, tienen matices, dudan, se
arrepienten… y, llegado el caso, mueren.
Es
gracioso, por decirlo de alguna manera, cómo Reeve hace referencias a lo que
para nosotros -los lectores- es el presente y para los personajes de la saga no
es sino un pasado lejano y nebuloso. Tan lejano, que no queda claro cuánto
tiempo ha pasado desde nuestros días hasta el momento en que se desarrolla la
trama: puede ser un milenio, pero también varios. En el primer caso habría
pasado tanto tiempo como desde el comienzo de las Cruzadas hasta hoy, pero en
el segundo tanto como desde el nacimiento de Cristo, la fundación de Roma, la
guerra de Troya o la construcción de las pirámides. Para que luego digan que la
historia de la humanidad no es sino un avance hacia cotas cada vez mayores de
civilización y progreso…
A
señalar que la obra cierra la serie en lo que podríamos llamar un círculo, y
que no hay un final feliz típico; al menos, no para los protagonistas
principales (aunque sí para uno al que, al comienzo de todo, no le augurarías
demasiado recorrido).
Resumiendo:
me alegro de haber comprado la serie (tras haber visto la correspondiente
película, claro), y he disfrutado grandemente leyéndola.
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