En un país normal, si el Tribunal Supremo imputara al Fiscal General del Estado la comisión de un delito -más aún si este delito fuera de los que se cometen, podríamos decir, por razón de su cargo (como prevaricación o revelación de secretos), el titular de la cúspide del Ministerio Público dimitiría ipso facto.
En un país normal, si una importante
asociación de fiscales pidiese la dimisión de su superior máximo aduciendo que ha perdido el prestigio que es requisito ineludible para poder ser nombrado, el
ejecutivo, si no pudiera destituirle -como es el caso en España-, lo desautorizaría
sumariamente.
Pero España, como se dijo hace mucho tiempo,
es diferente y, desde luego, cualquier cosa menos normal. Por eso, el fiscal
particular del gobierno se muestra decidido a seguir en el puesto para luchar contra los bulos.
Pues haría bien en fijarse en quienes lo nombraron, porque al respaldarle, el desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer ha insinuado (bastante claramente) que se le encausa por contar la verdad.
Y es que, con independencia de que lo que contara fuera verdad o mentira -algunos creemos que era más falso que un euro de hojalata-, lo que no podía hacer en ningún caso era contarlo.
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