Hace un par de semanas se celebraron las elecciones presidenciales en Estados Unidos. En realidad, se celebraban más comicios (creo que todo el Senado y un tercio de la Cámara de Representantes, por citar sólo los más importantes), pero los verdaderamente determinantes eran los que elegirían al próximo inquilino de la Casa Blanca.
A un lado se encontraba una mujer de sangre
mestiza -tanto que, según le conviene, se presenta como negra o india-, con una
ideología bastante difusa y que no da una respuesta clara a una pregunta
directa así le vaya la vida en ello: es progre, claro. Al otro, un hombre de
raza blanca, millonario y lascivo, delincuente condenado y hasta estrella de
telerrealidad, que da respuestas simples a problemas complejos (lo sé, lo sé,
es la definición de populista): los progres, claro está, le consideran un
fascista.
Según las encuestas, las cosas estaban parejas. El resultado fue que ganó el millonario (la otra tampoco es que sea una muerta de hambre, nadie que llega a esos niveles en la política estadounidense lo es), y se convirtió en la segunda persona en ser presidente en dos mandatos no consecutivos.
Si los americanos han elegido bien o mal es algo que veremos a lo largo de los próximos cuatro años.
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