Cuando uno, al hacer algo, emplea la expresión por amor al arte, implica que está actuando desinteresadamente, sin buscar una retribución o recompensa. Un artista, por lo tanto, sería alguien que hace algo por ese algo en sí, no por el beneficio que pueda reportarle.
En España, los actores (es un decir… los tititicejas)
acostumbran a denominarse a sí mismos como artistas. Cuando así lo hacen sin
embargo, están en esto por la pasta, pura y dura. Es decir, un actor español
podrá trabajar -buscará ganarse la vida- por amor al arte, pero si
empieza a hablar de sí mismo como artista, hay que sospechar que lo que
pretende realmente es darse la gran vida.
Al otro lado del charco, Atlántico abajo,
parece ocurrir algo parecido: el cine ha dejado de ser un arte (el
séptimo, en concreto) para pasar a ser una industria… o, más bien, un
sacaperras (públicas, claro), salvo honrosas excepciones (que desconozco, pero
que seguro que alguna excepción hay).
Y en su labor de adelgazamiento del
despilfarro público, el presidente de Argentina ha condicionado las subvenciones al cine a algo tan objetivo como la audiencia. Al menos, así se
librarán los argentinos de pagar con su dinero bodrios invisionables.
Ahora, si cundiera ese ejemplo en España, mejor nos iría.
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