Personalmente, siempre he considerado que, aunque pueda haber niños especialmente inteligentes no hay, salvo casos extremos, niños especialmente estúpidos.
Quiero decir: si un alumno saca
buenas notas en todo, puede ser porque es un genio, porque trabaja duro o por
una combinación, en valores variables, de ambos factores; pero si saca malas
notas en todo, apostaría duros contra pesetas que en nueve de cada diez casos
se debe a falta de trabajo o a circunstancias personales adversas (entorno
familiar o social, quiero decir, por ejemolo), dejando el caso restante para los
que son verdaderamente cortos de entendederas.
Por tanto, las calificaciones
deben valorar, además de los conocimientos -dato objetivo-, el esfuerzo -dato
subjetivo-, porque a igualdad de esfuerzo no todos consiguen los mismos
resultados (por mucho que se esfuerce un servidor, Usain Bolt le ganaría con
una pierna atada a la espalda).
Pero cuando a un alumno se le aprueban de golpe ocho suspensos (a base de torcer el brazo al claustro de profesores para no tener líos), cuando ni siquiera iba a clase, lo que se
hace no es estimular a ese alumno, salvo desestimular a los demás. Porque, a
esa edad, o se tiene una voluntad muy fuerte (y un afán de hacer las cosas lo
mejor posible), o se puede llegar a pensar que para qué narices va a esforzarse
uno, si tocándose los dídimos a dos manos te van a aprobar de todos modos.
Ese es el rebaño de borricos que quiere conseguir la izmierda. Esa es la manada de asnos que va camino de conseguir, si no le ponemos remedio.
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