La derecha española, sobre maricomplejines, cobarde, ultramontana o extrema, es en general, en términos puramente políticos, bastante estúpida. Me explico.
En segundo de carrera (de
Derecho), la pregunta del examen para optar a matrícula de honor en la
asignatura era, sobre poco más o menos, trazar una historia de los procesos
electorales acaecidos en España desde el advenimiento de la democracia
(llamarlo reinstauración sería faltar a la verdad, puesto que nunca
había habido verdadera democracia en España, y menos que nunca en la segunda
república, tan idolatrada por las izquierdas).
No recuerdo si la prueba incluía
explícitamente una especie de vaticinio de futuro; lo que sí tengo clarísimo es
que un servidor lo hizo. Tampoco había que ser Tocqueville para hacerlo, porque
estaba en la prensa día sí, día también. Hasta que los partidos de derecha no
se unieran -en aquel entonces había tres formaciones nacionales (AP, PDP y UL),
amén de varias regionales-, el PSOE tenía asegurado el poder. Eso no
significaba -aclaro ahora- que la unión garantizara alcanzar el poder; pero sí
que la desunión aseguraba no conseguirlo nunca. Los hechos me dieron la razón.
Un tercio de siglo después,
estamos casi en las mismas. Con el PSOE en horas bajas y los comunistas
volviendo al cubo de la basura de la Historia, del que nunca debieron salir,
los partidos de derechas (entendiendo por tales todos los que se encuentran a
la derecha de los de la mano y el capullo, espacio que dada su deriva radical
es cada vez más amplio) se dedican a pelearse entre ellos.
Me refiero, fundamentalmente, a
PP y Vox (Ciudadanos es poco más que un cadáver andante). Los primeros se
dedican a intentar desmarcarse de los segundos, probablemente asumiendo que,
llegado el momento, contarán con su apoyo para frenar a la izquierda. Mientras,
los de Abascal buscan también marcar su territorio y que no les acusen de
aburguesarse: sean realizables o irrealizables, son sus planteamientos los que
les han permitido convertirse en la tercera fuerza política nacional.
A finales del mes pasado, la
asamblea de Ceuta declaró persona non grata al líder de Vox, al tiempo
que le comparaba con Hitler. Dejando aparte que los únicos precedentes que
recuerdo de declarar persona non grata a alguien procedían de asambleas
(regionales o municipales) comandadas por formaciones que odiaban a España
(como es el caso de la de Ceuta, si no me equivoco), el comparar a nadie con
uno de los tres o cuatro mayores monstruos del siglo XX (algunos pondrán el
grito en el cielo cuando dudo de la primacía del pintor fracasado, pero como
suelo decir, que Hitler fuera un demonio no convierte a Stalin -ni a Mao, ni a
Pol Pot, ni a Lenin- en un santo).
Naturalmente, las bocas se
calentaron, y Vox consideró que el PP era cooperador necesario en la estrategia de demonizarles tras lo sucedido en Ceuta (algo en lo que un servidor podría estar de
acuerdo, ya que quien no se opone al mal está, por omisión, colaborando con él).
Naturalmente, unos y otros recularon, y mientras el líder regional del PP
intentaba desligar a la dirección nacional de lo ocurrido en la ciudad
autónoma, diciendo que el único responsable era él, los de Vox aclararon que
romper relaciones con el PP significaba que tomaban nota.
A propósito: saqué matrícula.
No hay comentarios:
Publicar un comentario