Aunque es posible que en lo que me queda de vida -como decía Asimov, no cuento con vivir eternamente, aunque intentaré resistir todo lo posible- cambie de opinión (sí, ya, yo tampoco me lo creo), para mí el papa por antonomasia es san Juan Pablo II.
Aunque el porcentaje que los años
de su pontificado suponen en relación con mi estancia en este mundo va
disminuyendo con el tiempo (afortunadamente… para mí), el hecho de haber sido
papa durante mi infancia, adolescencia y primeros años de madurez seguramente
ha influido en la afirmación del primer párrafo.
Algo que he observado en todos
los obispos de Roma es que, según llegan al solio de Pedro, son recibidos
entusiásticamente por el progretariado, que los considera un aire de renovación
con respecto a lo arcaico de su predecesor. Ocurrió con san Juan Pablo II,
ocurrió con Benedicto XVI (vale, con éste algo menos), y ha ocurrido con Francisco.
Y también unánimemente, el tiempo hace que el rojerío les vilipendie
tanto como a sus antecesores, cuando comprueban que la Iglesia Católica no
actúa en el sentido que la izquierda mundial cree que debería hacerlo, sino
como le indica el Espíritu Santo.
A este respecto, el actual
titular de la cátedra petrina parece decidido a retrasar todo lo posible el
anatema giliprogre. Y si bien tiene posturas que pueden suponer un aggiornamiento
de la Iglesia y que son compartidas por la mayor parte de los fieles (caso de
la comprensión mostrada a los divorciados o a los homosexuales), hay otras que,
al menos para aquellos que no estamos investidos de la infalibilidad
pontificia, resultan más chocantes.
Entre éstas podrían encontrarse
la comprensión que muestra hacia las tiranías izquierdistas hispanoamericanas
(léase, Cuba, Perú y Venezuela), la decisión de restringir al mínimo (o al
máximo, depende de cómo se mire) la celebración de la misa en latín o el andar
corrigiendo a Jesucristo (que ya hacen falta bemoles) no considerando un
milagro la multiplicación de los panes y los peces, sino su compartición.
A mí que este papa cada vez me gusta menos… y no es que, desde el principio, me gustara demasiado.
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