Hay películas que sólo cabe definir -o que el primer término que te viene a la mente cuando te piden que las describas es ese- como bonitas. Cinema Paradiso es una; Los chicos del coro, otra (que, además, cuando la vi me hizo pensar en la anterior… a pesar de no haber visto la italiana); Pleasantville, una tercera; y aunque no había pensando en ella en este sentido (pensar en un modo concreto y articulado, aunque supongo que la impresión siempre estuvo ahí), La princesa prometida podría completar el póker.
Todas son películas que te hacen
sentir bien cuando las ves; son amables, agradables de ver. En el caso que nos (perdón
por el plural mayestático) ocupa en esta entrada (una película que mi hermano pequeño, cuando dejamos de contar, había visto dos docenas de veces, en VHS... y en casa de su padrino), incluso da la impresión de
que los actores se lo pasaron bomba rodándola. Y cuando lees el libro escrito
por Cary Elwes ves que, efectivamente, todos disfrutaron como enanos haciéndola;
y que, en la mayoría de los casos, serán recordados por esta película, por más
que hayan tenido otros papeles mejores o más grandes.
Porque, en este caso, el todo es
más que la suma de las partes. Mucho más. Inconcebiblemente más.
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