De medio siglo -más o menos- para acá, y salvo honrosas excepciones (luego se verá el por qué del adjetivo), la izmierda española ha venido defendiendo lo que pomposamente llaman diálogo.
En principio, no tengo nada
contra el diálogo (leches, si hasta Su Majestad el Rey don Juan Carlos I, a
quien Dios guarde muchos años… pero alejado del poder, dijo aquello de hablando
se entiende la gente). Pero diálogo ¿con quién? ¿Y para qué?
Porque no hay más que ver con
quiénes se siente cómoda dialogando la izmierda: con los asesinos terroristas
de ultraizquierda, con los supremacistas vascos, con los golpistas catalanes,
con los neocom financiados por una teocracia homófoba y una narcocleptocracia
dictatorial. Con los enemigos de España, en resumen.
¿Y cuál es el objeto de ese diálogo?
Pues que la izmierda alcance o detente el poder, y que los crímenes de
sus contertulios -crímenes que van desde el robo al secuestro o el asesinato,
conviene no olvidarlo- queden impunes.
¿Con quiénes no se sienta nunca a
dialogar la izmierda, y si lo hace es porque está en una posición de debilidad
y pretende olvidar sus compromisos tan pronto como se encuentre en una posición
de fuerza, si no antes? Con los partidos democráticos que defienden la unidad de
España, con los defensores de la vida frente a la cultura de la muerte, con las
personas de bien.
Es decir: ¿habrían dialogado
con Franco o Hitler? Espera, que la izquierda no sólo dialogó con el
monstruo austríaco, sino que incluso firmó tratados con él…
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