Supongo que la izmierda española, cuando vuelve una y otra vez la burra al trigo, considerará de sí mismos que son inasequibles al desaliento. A otros nos da por pensar que no aprenden ni a tiros -y no, no estoy haciendo ninguna referencia a la Guerra Civil, aunque también-, que son contumaces en el error o que, según la definición eisteiniana (intentar conseguir un resultado distinto empleando los mismos métodos) son, simplemente, estúpidos. Que todo puede ser.
Cuando doña Rojelia regía
los destinos de la Villa y Corte, su equipo de gobierno se sacó de la
manga una medida a la que dieron en llamar Madrid Central. Consistía,
básicamente en restringir el tráfico rodado privado en la almendra central de
la capital, siempre que los vehículos no alcanzaran unos determinados
estándares de ecologismo (para entendernos: eléctricos sí -aunque nadie se
preguntó, creo yo, de dónde saldría esa electricidad, porque los kilovatios no
crecen en los árboles-, pero de gasolina no, y no hablemos ya del diésel).
Como ya he mencionado alguna vez,
esa iniciativa partía de dos premisas, a mi juicio, erróneas: que el tráfico
rodado es la mayor fuente de contaminación atmosférica -y no las calderas de
calefacción- , y que el disminuir las (teóricas) fuentes de contaminación haría
que bajara la misma, como si la polución supiera de barreras topográficas.
Y como casi siempre ocurre
-porque además de malos son necios y torpes-, hicieron las cosas mal. Tan mal,
que la medida fue anulada en los tribunales. Pero, como he dicho, son necios; y
necio es el que persevera en el error, por lo que ahora los neo-neocom proponen
ampliar la chapuza.
Todos los postulados del físico alemán se han venido confirmando. El que menciono más arriba, probablemente, también.
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