Por parte de los secesionistas catalanes, de sus cómplices de izquierdas y de algún mariacomplejado despistado es frecuente emplear la expresión cuestión catalana para referirse a los problemas planteados en esa región de España.
Cuando, en realidad, no existe
tal cuestión. Cataluña, nunca me cansaré de decirlo, nunca fue históricamente
más que un apéndice de: del imperio carolingio, en tiempos de la Marca
Hispánica; del condado de Barcelona, una vez fue avanzando la Reconquista; de
la Corona de Aragón, cuando por matrimonio se unieron ambas zonas.
Únicamente desde hace un siglo y
medio se viene planteando esa ficticia cuestión. Porque aunque aludan a
la Guerra de Sucesión española, donde teóricamente Cataluña habría perdido, en
la delirante mitología separatista, su independencia, no recuerdo que entre
1.714 y el último cuarto del siglo XIX hubiera nada remotamente identitario
en la vida catalana; nada que apareciera en mis asignaturas de Historia (que,
he de decir, era una materia que no se me daba nada mal).
Fue entonces -hace doce o quince
décadas, quiero decir- cuando aparecieron algunos que sacaban a colación la
cuestión. Individuos a los que se reconocía porque -en alguna parte lo he
leído, aunque no he logrado encontrar dónde- eran los más simples o más piraos
de la localidad. Individuos que se arrogan la representación de toda la región
y que, con la perenne amenaza de abandonar España, se dedican a parasitarla
como las sanguijuelas que son.
Individuos que estuvieron callados como los cobardes que son durante los cuarenta años del franquismo, porque estaban bien amamantados económicamente.
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