De las tres grandes religiones monoteístas conocidas conjuntamente como religiones del libro -por orden de aparición ante el micrófono, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo-, las dos primeras comparten un rasgo del que carece la tercera. Y es precisamente por adolecer de esta carencia que la religión predicada por Mahoma supone para todos los hombres -los que la profesan y los que no- un peligro manifiesto.
Las tres religiones tienen un
libro sagrado: la Torá, la Biblia y el Corán. En los tres casos, este libro
tiene un origen que vamos a llamar divino. Pero para judíos y
cristianos, los textos sagrados son obra de manos humanas. Inspiradas por la
divinidad, sí, pero humanas: los Salmos son atribuidos, en una parte importante
de los mismos, al rey David; el Cantar de los Cantares, a su hijo Salomón; y
qué decir del Nuevo Testamento cristiano, si todos y cada uno de los libros tienen
firma conocida y reconocida.
El Corán, en cambio, es literalmente
palabra de Dios: fue revelado por el arcángel Gabriel a Mahoma. Poco importa
que hasta transcurridos veinte años de la muerte de Mahoma no se fijara la
forma que hoy conocemos, o que Alá se lo dictara a Gabriel, que se lo dictó a
Mahoma, que se lo contó a sus seguidores, que lo fijaron por escrito: es la
palabra eterna e increada de Dios. Hablando como un relativo lego en el
islam, no puede cambiarse, no puede matizarse, no puede alterarse, no puede
corregirse.
Tenemos, por lo tanto, a más de
mil millones de personas que se rigen, en mayor o menor medida, por unas
palabras pronunciadas hace milenio y medio, en unas circunstancias distintas a
las actuales, por personas distintas a las actuales y dirigido a un público distinto
al actual. Y, sin embargo, los fanáticos de esa religión pretenden aplicarlas
al pie de la letra. Pretenden resolver problemas del siglo XXI con recetas del
siglo VII.
He ahí el problema. Y mientras no se bajen del camello, ahí seguirá.
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