Cuando se produjo el pulso en el separatismo que supuso la retirada de Arturito Menos del puesto de presidente del consejo regional de gobierno de Cataluña, saltó al primer plano un relativo desconocido, de indescriptible corte de pelo y apariencia anodina.
Muchos pensaron -pensamos- que Cocomocho
sería un tonto útil, un peón colocado por el delfín de Jorgito Poyuelo,
cetáceo que sería quien tirara de los hilos. Pero hete aquí que, aupado a la máxima
representación del Estado en la región -pues eso es lo que es un presidente de
comunidad autónoma, amigos míos- se vio imbuido de ese complejo de mesías que
he decidido llamar (recién, que dirían al otro lado del charco) síndrome
del palacio de san Jaime, puesto que parece afectar a todos los que lo
ocupan -con la posible excepción del Muy Honorable José Tarradellas, quizá el
único digno de tal apelativo protocolario- más pronto que tarde, sean del signo
político que sean. Iba a decir si son secesionistas, más, pero es que la
franquicia catalana de los de la mano y el capullo siempre ha sido filoseparatista,
cuando no abiertamente separatista.
A lo que vamos. Tras el butifarrendum
II y la proclamación de la república independiente de su casa, unos tomaron
las de Waterloo y otros las de Lledoners. Y ambos estaban y están empeñados en ser
el primus (nada de inter pares), y no el secundus de otro,
y en ser los representantes ungidos (por ellos mismos) de las legítimas (ejem)
aspiraciones del pueblo (más ejem) catalán.
Y como no puede haber dos gallos en el mismo corral, y menos con una mosca CUPjonera dando por saco, se dedican a hacerse la puñeta el uno al otro y el otro al uno, pero intentando que no se note demasiado. Y si tienen que verse las caras, pues se las ven, aunque a ninguno de los dos les haga ni puñetera gracia…
Que no se la hace.
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