Fuimos más de uno y más de dos -quizá influidos unos por otros, aunque es dudoso que yo influyera a nadie- los que sostuvimos que el estado de alarma decretado por el desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer era clamorosamente inconstitucional.
No porque el confinamiento fuera
innecesario -con un pueblo tan ácrata y tan cafre como el español, el único
modo seguro de que las cosas se hagan no es pedirlo, sino obligar-, sino porque
el medio elegido no fue el adecuado, ya que lo que procedía era declarar el
estado de excepción. ¿Por qué no lo hizo, entonces?
Básicamente porque el psicópata
de la Moncloa, como todos los liberticidas, tiene aversión al control
parlamentario. Y mientras que el estado de alarma puede declararse por el
Gobierno por decreto con una duración máxima de quince días, prorrogable con
autorización del Congreso de los Diputados (la Ley no establece el número de
prórrogas, así que, una vez la cosa en marcha, es fácil tirar de inercia), el estado
de excepción lo puede declarar el Gobierno, sólo si previamente lo ha
autorizado el Congreso de los Diputados, con una duración máxima de treinta
días, prorrogable exclusivamente por otro plazo igual, con nueva autorización
del Congreso de los Diputados.
Es decir, y simplificando: el gobierno
puede declarar el estado de alarma sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, y
su duración es indefinida en el sentido de que no tiene un límite prefijado;
mientras que para declarar el estado de excepción depende siempre del Congreso
de los Diputados, y no puede durar más de dos meses (no quiero dar ideas, pero
diría que nada obsta a dejar pasar el día sexagésimo primero y volver a
declararlo el sexagésimo segundo, Congreso mediante).
Pero, como ya he dicho, el
psicópata tiene aversión al control, como lo demostró palmariamente el más
inconstitucional todavía estado de alarma de seis meses, de una tacada y sin
control parlamentario que valga.
Ahora, al fin, el Tribunal Constitucional
ha declarado que el rey está desnudo: esto es, que el primer estado de alarma
de hace dieciséis meses era inconstitucional. Al consejo de ninistros
esto le ha sentado, como cabe suponer, igual que una patada en la entrepierna
-iba a decir en los dídimos, pero en un gabinete con mayoría de
(presuntas) mujeres, la probabilidad de acertar en un par de testículos
disminuye-, y cargó contra el Constitucional igual que carga contra todo aquel
que le lleve la contraria, sea el Tribunal de Cuentas, la prensa, la oposición
o la realidad: echando las patas por alto.
Así, la recién estrenada ninistra
de Injusticias tuvo que salir a dar la cara. No debían fiarse demasiado de
ella, porque se limitó a leer una declaración en la que volvió a repetir aquello
de que el estado de alarma salvó cuatrocientas cincuenta mil vidas. Siguen
si aclarar cómo han llegado a semejante cifra, y por qué no son cuatrocientas
mil o medio millón y, sobre todo, siguen esquivando maquiavélicamente la cuestión:
por más que el fin (admitamos pulpo como animal de compañía) fuera encomiable,
los medios no fueron los correctos. Es decir, por decirlo corto, clarito y
conciso: se saltaron la Ley.
Y lo saben, y por eso dicen que
el Constitucional -en el que, por una vez, sus miembros no se han repartido en
función de su (teórica) adscripción ideológica, lo que demostraría que por una
vez han recordado quiénes son y a qué se deben- incurre en elucubraciones doctrinales sin sentido.
Continuará, porque esto trae cola.
Así que…
Por ello, y por mucho más…
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