Hubo un tiempo, no tan lejano, en la que la presidencia del PSOE significaba algo. En el que se colocaba en el mismo a una figura de cierta talla humana, alguien que concitaba el respeto de propios y extraños.
Sin embargo, de un tiempo a esta
parte -desde que murió Ramón Rubial-, parece que los secretarios generales de
los de la mano y el capullo -que son quienes, teniendo un poder cada vez mayor,
al final hacen y deshacen a su gusto- están decididos, en un proceso paralelo
al suyo propio, a llevar a la práctica aquello de otro vendrá que bueno me
hará: Manuel Chaves, José Antonio Griñán, Micaela Navarro (de esta ni me
acordaba, pensaba que había sido Elena Valenciano) y Cristina Narbona.
A principios de mes, cuando las
cada vez más tajantes negativas del psicópata de la Moncloa no hacían sino
confirmar que los cambios en el desgobierno socialcomunista que tenemos la
desgracia de padecer se producirían antes, y no después, del verano, empezó a correr el rumor de que el maricatalino sería vicepresidente del consejo
de ninistros, y la indocta egabrense presidente del partido.
Esa que, siendo ninistra
de Incultura, dijo que por las mañanas telefoneaba en bragas a los alcaldes
(nunca aclaró para hablar de qué, me parece). Esa que dijo que el machismo
mataba más que el virus. Esa que afirmó que el feminismo, bonita, es cosa de la
izquierda (la misma que se opuso en la segunda república a conceder el sufragio
activo a las mujeres). Esa, en fin, que cuando ha alabado el reparto de una
obra de teatro que (se supone) había visto, ha tenido que ser corregida por el
director de la misma, que ha señalado que la obra en cuestión era un monólogo.
Esa misma.
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